viernes, 12 de agosto de 2011

El empampado Riquelme, por Alvaro Bisama


Tal vez el mejor aporte que Francisco Mouat ha hecho a la literatura nacional es escribir desde el extraño abismo que confunde al periodismo con la literatura. Experto en los relatos mínimos que se topan con la gran Historia, la obra de Mouat ha sabido construir una épica silenciosa: la de un puñado de ciudadanos cuyas biografías han terminando confluyendo en algo mayor, en símbolos de una identidad nacional tan escurridiza como esencial. De ahí que el proyecto de Mouat sea tan necesario como inquietante. En el borde exacto del cambio de milenio, sus libros lucen como una de las brújulas más lúcidas jamás escritas respecto al alma nacional. Por supuesto, ese gesto no sucede en el aire. Mouat ha leído lo suficiente a Joaquín Edwards Bello y a Tito Mundt pero también a Carlos León Pezoa. En su trabajo la estridencia del periodismo y la crónica de alto impacto se acompaña de una especie de calma opaca a la hora de retratar cualquier mito; del Teniente Bello al Charles Bronson Chileno pasando por una hagiografía interminable de héroes futbolísticos secretos. Entre ellos brilla con luz propia El empampado Riquelme, la historia de Julio Riquelme, aquel hombre que salió de su casa en Chillán, tomó un tren al norte y jamás llegó a ninguna parte. Julio Riquelme, padre, esposo, abuelo y fantasma. Julio Riquelme, cuyos restos fueron encontrados en medio del desierto y cuyo funeral es el punto de partida para que Mouat construya una de las mejores novelas de no-ficción jamás escritas en el país, un relato sobre el luto, la familia y el paisaje. Pero en el libro, Mouat no se conforma con contar la historia de cómo los restos de un hombre vuelven, por fin, a casa. El empampado Riquelme se detiene en los meandros y las posibilidades de la desaparición, intenta encontrar las señales de una vida perdida por el azar. El libro comienza como un reportaje y termina como un policial, como una confesión, como una investigación en las tonalidades del dolor y los lenguajes de la ausencia. Mouat escribe todo lo anterior con una nitidez que llega a ser conmovedora. En algún momento, el libro deja de ser un reportaje y pasa a ser una confesión, una autobiografía, una novela. Julio Riquelme nunca llega a casa pero su búsqueda se convierte en una causa para el autor y el lector, un modo de procesar otras pérdidas. Eso, porque hay algo trágico en El empampado Riquelme: el libro recuerda a Antígona, aquella princesa griega que no puede sepultar a su padre. Esa imposibilidad es la que hace terrible y cercano el trabajo de Mouat. Julio Riquelme es, tal vez, el reverso de Martín Rivas, aquel héroe nacional que supo escapar de la provincia y convertir su ascenso social en leyenda. Riquelme no es nada, podría ser –en el recuerdo de su silencio y su violencia- uno de los personajes de González Vera: un hombre atribulado que se baja de un tren por razones desconocidas. Riquelme es el chileno que se perdió, el chileno que nunca llegó a nada. Es alguien hecho de pura ausencia al modo de un fantasma impronunciable, de un trauma que no puede ser verbalizado. Y Mouat escribe sobre todo lo anterior con pasión y ternura. Escribe una novela sobre un desaparecido en un país lleno de desaparecidos. Que Riquelme se haya perdido antes, da lo mismo. El libro no sólo habla de él. Habla de las señales mínimas de los cuerpos, de las familias trizadas, del paisaje del desierto como metáfora de la muerte y de la palabra cómo único remedio. Pero también habla de Mouat. De cómo, en el borde exacto del cambio de siglo, el periodismo se convierte en un modo de la literatura, de cómo un cronista cambia mientras relata, de cómo una historia concluye y a la vez queda inconclusa. De cómo Chile, a pesar de los años, sigue siendo lo mismo: una casa a la que le falta el padre, un lugar lleno de relatos como murmullos en voz baja, una tierra baldía que se parece al futuro o a la nada.

El empampado Riquelme hoy